Indignación y desencanto
Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión
Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos
¿Por qué nos indignamos?
Donde los derechos no están protegidos, el ser humano se ve obligado a ejercer su derecho a la resistencia. La Declaración Universal de los Derechos Humanos establece este derecho en su preámbulo a manera de garantía última de los demás derechos. El año 2011 ha estado marcado por la rebelión contra la tiranía y la opresión en los Estados Árabes, en Europa, en Norteamérica y en Sudamérica. Algunas constantes resuenan: la lucha por la dignidad y una distribución más justa de recursos políticos y económicos. Si el disfrute de los derechos no es universal, al menos las demandas han sabido serlo.
La indignación y el desencanto de miles de jóvenes y no tan jóvenes de distintas clases sociales ha ocupado las calles para manifestarse en contra de y oponerse a una democracia representativa que se olvida de las personas, un sistema económico que favorece la concentración de la riqueza, un orden social que reproduce y genera opresión en las relaciones humanas y un sistema jurídico que funciona contra aquellos a quienes debía proteger. Sin una ideología definida ni demandas únicas -que mas que debilidad parece ser la fortaleza de estos movimientos que unifican diversidades- dejan en claro que la promesa de vivir en libertad e igualdad ha sido rota por quienes debieron protegerla.
La indignación, como los derechos, surgen del sufrimiento, la carencia y la necesidad, la resistencia se convierte entonces en la única respuesta posible frente a quienes no escuchan y no ven. Personas de muchos países, del sur y del norte, los pobres y los cada vez más pobres, se unen para rebelarse frente a un modelo económico y de estado que no solo parece agotado sino que actúa en contra de la gran mayoría de los seres humanos. Algunos se manifiestan contra sus efectos, otros logran identificar la forma como el capitalismo actual ha derivado en un sistema político-económico fuertemente excluyente, pero todos los movimientos de indignados tienen un común denominador: un ya basta a la injuria y al perjuicio.
Problemas y desafíos
En el México de 2011 la indignación y el desencanto tomaron la forma de las miles de víctimas que ha dejado la campaña contra el narcotráfico impulsada por el presidente Felipe Calderón. En las marchas a lo largo del país se exige justicia y dignidad para las víctimas de esa política estatal, pero también para los olvidados, los más pobres y los excluidos. En el país hay otros problemas igual o más graves que atender y que han sido dejados de lado o deliberadamente ensombrecidos detrás de una política de seguridad que pretende dividir a la sociedad poniendo los derechos de algunos sobre los derechos de los muchos a una vida digna.
Sin embargo, parecería que el movimiento Por la Justicia y la Dignidad y otros anteriores como el impulsado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, no han logrado que la sociedad mexicana se organice para hacerse cargo de los asuntos que le incumben. Hay sociedad y en algunas ocasiones también comunidad política, como es el caso de los municipios autónomos en Chiapas y la policía comunitaria de Guerrero, pero salvo en situaciones coyunturales donde los mexicanos han demostrado una amplia participación política, parecería que se ha dejado caminar en solitario a los excluidos de reconocimiento, de redistribución y de participación.
Probablemente el corporativismo desarrollado por el régimen priísta como fórmula para la contención y el control social ha funcionado como vacuna contra la unión e integración. De tal forma que la generación de comunidad política se deja solo para pequeños grupos y no para la construcción de nuevas instituciones, formas de participación y control político, o para la protección de los derechos de todos. Estamos frente a un vaciamiento de las relaciones sociales también impulsado y protegido por el Estado.
Este alejamiento del ciudadano respecto de otros ciudadanos y lo político también profundiza el deterioro de las instituciones y un debilitamiento cada vez más palpable del régimen democrático. En efecto, las instituciones que deben asegurar derechos no conocen a los portadores de esos derechos, las políticas públicas son generadas sin las personas, las normas son producidas sin mirar sus efectos sobre la población y los órganos de decisión, resuelven sin saber a quién afectan. Estamos, entonces, frente a un olvido de la democracia por los ciudadanos pero también, y esto es más grave, de los ciudadanos respecto de la democracia.
A pesar de la indignación y el desencanto que caminan por las rutas de México, los mexicanos vivimos en un sistema que soporta un alto grado de sufrimiento humano. La muerte, la desolación, la injusticia, la desigualdad pueden esperar. Lo mismo que el crecimiento alarmante de la pobreza en el país, las condiciones de moderna esclavitud a que son sometidos los trabajadores, la mala calidad educativa y, en general, ese no poder ser libres ni iguales, ni tan siquiera para elegir a aquellos que se suponen nos representan.
Ahí detrás de la indignación y el desencanto está una concepción de la libertad y la igualdad que no toma en cuenta a las personas en lo individual ni tampoco en lo social. La libertad solo es vista en su sentido negativo, como esa no intervención que tanto perjudica a muchos y beneficia a tan pocos. Nada qué decir sobre una libertad construida a partir de la acción estatal para permitirnos a todos decidir cómo queremos vivir. La igualdad es entendida como una fórmula procesal a partir de la cual todos somos supuestamente iguales, sin entender que somos muchos y muy diferentes, y que por eso es necesaria la construcción de un modelo jurídico, político y económico incluyente, tan lejano del actual.
¿Para qué nos sirve indignarnos? ¿Reclamar justicia y dignidad? En principio para hacer visible la pena que vive la nación, para los propios mexicanos pero fundamentalmente para los que arrogan nuestra representación. Después debe servirnos para construir lazos a partir de lo que se comparte, a pesar de la diferencia. En este momento, lo que se comparte, es el desencanto, la injusticia, el sufrimiento, la necesidad, la carencia. Compartimos el germen emancipador de los derechos humanos: la tiranía y la opresión. Los derechos humanos son expresiones de la indignación y el desencanto en sentido positivo, como a manera de querer llenar esos vacíos constantes con la esperanza en acción. Son contenedores de las distintas formas que adquiere la idea de vida digna, por ello, son sobretodo discursos políticos.
Asumir a los derechos como discursos políticos nos obliga a tomar posición a favor o en contra de los que nos gobiernan, a involucrarnos en los procesos de decisión, a generar desde abajo, la libertad como autodeterminación. Este es tal vez el desafío más importante para los políticos profesionales, comprender a la indignación y al desencanto no como meras expresiones de descontento, sino como un verdadero llamado de atención frente al cumplimiento de sus obligaciones. El cumplimiento de la ley no es, como quisieran significar algunos, el respeto de los derechos. El supremo recurso a la rebelión es el último llamado de atención que formula una sociedad harta de ser funcionalizada para lograr los objetivos de otros.
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